Billete de ida
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Autor: Santiago Velayos García. Libro: Historia del barrio Puente del Ladrillo.
Dedicado a mi fraternal amigo, tardaguilense, Filiberto Herrero Moreno.
Era un día cualquiera, las nubes cubrían casi todo el cielo, no amenazaba lluvia pero el escenario era tristón. Desde la Perdiz, desde la carretera de Peñaranda, desde la bajada de San Pedro, pequeños grupos de personas se dirigían a la entrada del puente sobre el río Tormes. La estrechez del puente les obligó a reagruparse en un grupo mayor. A la salida, una de las personas que integraba el grupo, al pasar frente al Hostal América comentó: “Aquí traigo muchos días los peces”. El grupo giró a la izquierda enfilando la carretera que va a Torrejón. Durante algunos kilómetros, en la margen izquierda, el Tormes, con sus chopos, sus mimbreros, sus zarzales, acompañó al grupo. La comitiva formada espontáneamente andaba ligera. El tren no espera, comentó una señora de mediana edad, alta y con un pañuelo en la cabeza. Dentro del grupo se oían consejos, deberes, tareas: escríbeme todos los días, come bien, no te olvides de lavarte los pies con sal, no cojas frío, compórtate bien,…
En el horizonte próximo apareció el desvío que nos conduciría hasta la estación. Era una vereda amplia, flanqueada por amplias llanuras labradas con el sudor de algunos agricultores.
El andén de la estación abrió sus amplias manos para acoger a ancianos, jóvenes, niños, adultos. Algún niño correteaba por algunos de los lugares de la estación, era algo novedoso para él, era la primera vez que iba. La mayoría reflejaban imágenes de gran dolor. Muchos de los que abarrotaban el andén parpadeaban para evitar que se le escaparan las lágrimas. Cada uno en su interior pintaba un cuadro con sus más hondos sentimientos. Todos entendían lo que pasaba, pero nadie se atrevía a hablar. Muchas manos se agarraban fuerte y a la vez delicadamente a las manos de sus seres queridos. Muchos besos se dieron con la mirada.
Algunas sonrisas nerviosas pretendían rebajar la tensión de espera a la llegada del tren. La espera se hacía larga pero a la vez se hacía muy corta. Todo era fruto de la percepción confusa provocada por los sentimientos.
El Tormes acalló el discurrir de sus aguas. El silencio fue imponiéndose poco a poco y el andén se convirtió en un templo de los más hondos y auténticos sentimientos humanos.
El caminar rápido del guardagujas vestido con chaqueta azul, pantalón de pana y gorra visera con los distintivos propios de su empleo, con un banderín amarillo anunciaba la llegada del tren.
El silencio se fracturó. De entre sus ruinas salían desnudos los amores, la amargura, la desesperación, las lágrimas, los abrazos.
El gigante de hierro apareció, echando nubes negras de humo que ascendían verticalmente. El guardagujas, apoyaba su pie derecho sobre el queso de la aguja y en la otra mano tenía el banderín amarillo recogido. El tren se desvió de la vía principal para tomar los raíles que estaban junto al andén. Sobre los raíles cayeron chorros de arena provocando un fuerte y molesto chirrido. Las ruedas pararon en su particular y monótono movimiento de noria. La locomotora se detuvo. Dos personas con las manos y caras tiznadas, con moqueros, atados al cuello, ennegrecidos que dejaban entrever unos cuadros azules y blancos, con boinas chafadas ajustadas a sus cabezas, camisas y pantalones azules cubiertos de grandes lamparones se asomaron al balcón de la marquesina. Todo les resultaba extraño, el andén estaba repleto de gente de todas las edades, sus ojos descubrieron rápidamente que la mayoría no tenían billete ni de ida ni de vuelta. Parecían esculturas barrocas esculpidas en el dolor, la tristeza y la desesperación. Solo ocho personas subieron al estribo de los coches de madera. Todos ellos grandes mocetones
¡Sólo ocho mocetones tenían!
BILLETE DE IDA
Los demás presentes no tenían
NI BILLETE DE IDA NI DE VUELTA
Los jóvenes buscaron desesperadamente una ventana. Instintivamente elevaron una cinta y la ventana se deslizó hacia abajo. Ningún obstáculo se interponía y así seguían mas cerca de sus seres queridos, de sus amores soñados, de sus fieles amigos.
El jefe de estación con un impecable traje azul, con botonadura dorada, con corbata negra y gorra bicolor (roja y negra), con las ramas y hojas propias de la categoría que ostentaba, con zapatos de piel auténtica, parecían de charol por el brillo que tenían, y que habían conseguido al darles cera negra de lata y después frotando intensamente con una gamuza. Sujetaba en su mano derecha un reluciente silbato y en la zurda un banderín acaramelado delicadamente recogido. Se dirigió a la campana. Tiró de la cadena suavemente, pero fue lo suficiente para que las compuertas de los corazón de los presentes en el andén se resquebrajaran y los ojos incapaces de retener las aguas derramaran lágrimas de rabia, de incredulidad, de injusticia, de sinrazón.. PERO ESTOS NO TENIAN BILLETE NI DE IDA NI DE VUELTA
El jefe de estación con el banderín levantado mirando al cielo, con un indeciso y breve silbido, y una mirada ausente que se cruzó con la del maquinista dio la orden de partir. El fogonero abrió la portezuela de la caldera, picó cuatro briquetas y con una pala lanzó el carbón desmenuzado al fondo de la misma. La caldera engulló el combustible y lo convirtió en grandes llamaradas como si aquello fuera el interior de un volcán. El maquinista tiró de la cadena y eso permitió que el vapor provocase un silbido fuerte y breve en el silbato de la locomotora. El domo iba separando el agua del vapor. Era el momento de partir, de arrancar. De arrancar ocho mocetones de su lugar de vida. SOLO TENÍAN BILLETE DE IDA. La palanca del regulador se deslizó suavemente hacia la derecha sin que el maquinista apartase la vista del abarrotado anden de la estación y en sus oídos retumbasen los gemidos y llantos de todas aquellas personas desconsoladas , las bielas comenzaron a moverse lenta y pesadamente, las válvulas de seguridad expulsaban grandes chorros de vapor hacia los laterales , de su boca comenzaron a salir grandes cantidades de incienso negro descendente y que provocaba más dolor en los infelices familiares , amadas y amigos. El tren salía del atestado anden, su rodar era lento, pesado, la máquina resoplaba cada vez mas fuerte según avanzaba hacia la puerta de salida de la estación.
Los jóvenes enérgicos y valientes albenses con la cintura apoyada en la ventana no dejaban de mover los brazos como un cordón umbilical une al niño con su madre, eran los brazos que deseaban seguir unidos a su amada, a su tierra, a su río, a sus árboles, a sus padres, a su futuro, a convivir con los vecinos. El muelle se interpuso en el cruce de miradas y rompió bruscamente ese momento evanescente.
La pesada locomotora, poco a poco, avanzaba. Desde las ventanas de los coches de madera las imágenes se iban enturbiando, se volvían cada vez más borrosas. Los jóvenes intentaban con sus miradas retener en la caja fuerte de sus corazones los rostros de sus seres queridos, su estación, su muelle, su primer beso, el te quiero al atardecer en una escalera del parque,…El tren ascendía pesadamente la empinada cuesta de la Pelona. Los jóvenes grababan en sus pensamientos los rostros de su madre, ALBA DE TORMES, de la torre de San Juan, de los alfares, del espolón, del castillo, de la Basílica, del río dónde tantas veces manejando una barca y con la ayuda de redes sacaban bogas, gallegos, tencas, barbos,… y, sobre todo, esos momentos íntimos y mágicos arrullando a sus amadas.
El tiempo aceleró su ritmo. El tren, después del esfuerzo, llegó hasta Terradillos y ya en la llanura aumentó la velocidad de la marcha. El traqueteo de los coches de viajeros así nos lo demostraba. La imagen de la Alba de Santa Teresa se desvaneció en un horizonte de llanuras de campos, de campos preñados de encinas, de arapiles, de alguna trinchera. Uno de los jóvenes murmuró:” por allí estará la fuente de Santa Teresa, en la que cuando pasamos por ella tomamos un buen trago de agua fresca”. El tren hizo una breve parada en el apeadero de la Maza. En el paisaje aparecieron el arapil mayor y el arapil menor. Sobre ellos las nubes proyectaban imágenes al igual que las mariposas de rorschach en las que se podían interpretar
AQUÍ SE QUEDARON CINCO MIL PERSONAS, NO TENIAN BILLETE DE VUELTA
Los jóvenes desolados, desvanecidos, desorientados colocaron su raquítico equipaje sobre un altillo del departamento y tomaron asiento sobre unas rejillas de madera. Al lado viajaba una mujer mayor, con pañuelo de raso anudado al cuello, toquilla negra de lana tejida por ella misma, saya de paño de Béjar, delantal discreto de pequeños cuadritos blancos y negros, medias negras de lana y zapatillas de paño con el piso de goma. Una cesta de mimbre llevaba como equipaje.
¿Dónde van ustedes? Preguntó la amable mujer, dirigiéndose a los entristecidos jóvenes. Éstos levantando la mirada levemente y mirándose unos a otros no fueron capaces de responder a tan encantadora señora. En sus gargantas se había formado un nudo de emociones, de sentimientos, de dolor que les impedía hablar. En sus ojos brillaba un resplandor anacarado, las lágrimas se habían petrificado en sus pupilas por el inhumano sufrimiento de abandonar la felicidad junto a sus seres queridos, de renunciar a sus sueños a sus ilusiones, a sus fantasías.
El silencio se adueñó del compartimento. La señora con sus manos arrugadas por la experiencia, la sabiduría y el trabajo, abrió la cesta de mimbre y de ella sacó un atillo. Quitó el nudo del mismo y quedaron al descubierto un trozo de pan y un racimo de uvas. Dirigiéndose a los jóvenes:” ¿ Ustedes gustan? El pan lo hago yo en mi casa y me dura por lo menos ocho días y las uvas me las ha dado mi vecina la Paca”.
Los jóvenes paralizados por sus más nobles sentimientos de adoración y culto a sus amadas que habían dejado en el andén de la estación entrecruzaron las miradas y uno de ellos dirigiéndose a la señora contestó negativamente. La señora siguió desgranando pausadamente el racimo de la Paca de pequeñas uvas negras.
¿Habrán sacado billetes de ida y vuelta?, salen mucho más económicos y así nos ahorramos unas pesetillas. Esta vez los pensativos jóvenes respondieron enseguida:
SOLO TENEMOS BILLETE DE IDA
¿Y para qué nos han dado solo billete de ida? En el horizonte cambiante según se movía el tren, fueron apareciendo parajes diferentes y desconocidos para ellos con vacías letras, con árboles sin raíces, en figuras humanas sin cabeza, en águilas con cuchillos, en flores llenas de alambres de espinas. Incrédulos de lo que estaban viendo buscaron desesperadamente una respuesta a las preguntas que se apelotonaban en sus mentes. Nos llevan para matar. Nos llevan para que nos maten. Nos llevan para salvaguardar su egoísmo y sus riquezas. Nos han colocado unas cadenas que eliminan nuestra libertad. Nos han quitado nuestra dignidad humana. Nos han pisoteado nuestros ideales. Nos utilizan como instrumento para ir en contra de la razón. Nos llevan para defender la hipocresía de unos pocos. Nos ponen en contra de la justicia. Nos quieren hacer patriotas matando a nuestros semejantes. Nos dan una vestimenta para que el contrario sepa a quien matar. Nos animan a matar más y más. Nos quitan la palabra. Nos quitan el futuro. Nos quitan soñar en esa madre, en esa amada, en ese amigo,… ¿por qué he de matar al que viste de forma diferente?
Respuestas que no encontraron. Con el traqueteo del tren, los jóvenes, poco a poco, se fueron rindiendo al cansancio. El sueño se instaló en sus mentes. Un fuerte sonido sobresaltó a los jóvenes viajeros. Al despertar la amable señora ya no estaba, se habría apeado en alguna estación anterior. Miraron desorientados por las ventanas, era otra estación. Todos vestían igual, todos obedecían las voces que daba un hombre bajito, rechoncho, muy tieso y que hablaba tan mal como el porquero de la dehesa. Descubrimos que el sonido que nos había despertado era un instrumento parecido al clarín que tocan en las corridas de toros de Alba. La diferencia es que aquí el jovenzuelo que soplaba para que sonara lo hacía para que todos se movieran de la misma forma. Subieron en pocos segundos al tren, todos ordenados matemáticamente. El tren inició su marcha. El sol se escapó del horizonte. La oscuridad, la negrura de la noche se apoderaron de las ventanas. El tren había entrado en un túnel interminable. Los fantasmas de la humanidad aprovecharon la oportunidad para reivindicar su labor. La locomotora se detuvo bruscamente. Los buenos mozos albenses se bajaron del tren, una estación oscura, sin vías, sin paredes, sin jefe de estación, sin nombre. Poco a poco, guiados por los fantasmas de la humanidad, de la sin razón, se fueron mezclando con las sombras hasta perderse en ese horizonte sin sol, ni luna y sin estrellas.
Mientras la estación de Alba, con su muelle, con sus andenes, con su jefe de estación, con su guardagujas, con sus viajeros cansada de esperar se ha rendido ante el paso del tiempo y ha tenido que reconocer que ella tampoco tenía BILLETE DE VUELTA.